Soy el prójimo de siempre.
Conozco mi ritual.
(Renato Cisneros)
Creo que aún tal vez piensas en mí
Creo poder captarlo...
El disco de Fito Páez giraba en la rockola y las miles de ideas daban vueltas en las cabezas de los prójimos. Eran dos. Se miraban, no se miraban, se miraban deformados a través del sucio vaso. Ella, nerviosa, se sacaba conejos, jugaba con su pelo, frotaba sus manos sudorosas en el jean desteñido. Él, tranquilo, se recostaba en la mesa del local vacío y bebía cerveza. Se miraban, no se miraban. La ceremonia de siempre.
Creo que al fin nada tiene fin
Creo desesperado...
El verano había pasado como cualquier otro. Un poco más frío, quizá. El viejo local vacío había sido el punto de encuentro diario del círculo de los prójimos. En las tardes él tocaba guitarra con sus compañeros, se reían y bebían y respiraban el tabaquísimo aire. En las noches ella los visitaba, y reía y bebía y respiraba con ellos. Se miraban, no se miraban. La ceremonia de siempre. En las mañanas dormían, solos. En las tardes el programa seguía la misma vacía estructura, una y otra vez. Los prójimos no tenían conciencia ni de los días, ni de las horas. Sus días no tenían ni principio ni fin. Eran simplemente momentos.
Creo que morir es una sensación...
“¿No te gustaría morirte un poquito a veces?”, dijo ella, interrumpiendo el silencio ya común entre los dos. Él le preguntó cómo era eso de “morirse un poquito”. Ella le respondió que no se refería a morirse en serio. Se refería a morir una parte de tu vida. A matar una parte de tu vida. Eliminarla, expectorarla por completo. Él pensó mientras se acomodaba la casaca y maldecía ese abril por ser el más frío que recordara. Perdió la mirada por unos segundos.
“No”, respondió. “¿Y a ti?”
“A mi sí”, dijo ella. “A mí me gustaría morirte a ti.”
Creo que te vi
Bailando Beatles en alguna vieja casa del lugar...
No había día en que ella pisara el viejo local y no sintiera ese vacío, esa casi angustia en el estómago al momento de abrir la puerta. Se ponía nerviosa al escuchar las notas de guitarra provenientes del escenario en el segundo piso, se ponía nerviosa al escuchar esa risa feísima pero tan hermosa a la vez. La sonrisa chueca, el pelo largo, el calor del verano. Todo la ponía inquieta. Su mente inmadura se llenaba de cientos de preguntas. ¿Qué fue lo que pasó entre él y yo? ¿Me quiere, no me quiere, fue solo un juego? ¿Por qué nunca me dice nada? ¿Es que lo ha dejado pasar como si hubiera sido cualquier cosa? Su cabecita adolescente se llenaba de dudas que jamás dejaron sus labios. Actuó como si nada hubiese pasado. Actuó como si no lo quisiera. No dijo nada, y lo dejó pasar como cualquier cosa. Bailó Beatles en el viejo local, bebió cerveza y se emborrachó de tanto escuchar los viejos discos de Chicago. Y esperó. Sola. Esperó todo el verano, esperó hasta muy entrado el otoño.
Y si me caí
No importa porque todo esto es de los dos...
“¿Morirme a mí?” dijo él.
Y ella preguntó, al fin. ¿Por qué nunca hablamos de lo que pasó? ¿Por qué no me demuestras nada? ¿Por qué nunca me tocas, por qué tengo que vivir evitándote, evitando mirarte? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Me quieres?
Y él respondió. Porque tú nunca pareces querer hablar. Porque tú tampoco me demuestras nada. Porque tú nunca te acercas, porque eres una tonta. Lo que pasó fue lindo, pero ya pasó. No... ya no.
“Muéreme, chiquita, muéreme,” le dijo él. “Yo no voy a ser quien complete tu vasija. Tienes tantas cosas que aprender... pero no voy a ser yo quien las aprenda contigo, ¿está bien? Esto no es de los dos. Ya ha pasado mucho tiempo, las cosas han cambiado. Quizás yo te enseñé a querer muchísimo, pero eso no significa que...”
“No sigas.” Lo interrumpió. “Ya entendí. Muy tarde para hablar, ¿no?”
El asintió.
Ella se derrumbó. Había dejado pasar un largo verano sin tejer, y en el otoño se dio cuenta que no tenía con qué abrigarse. Maldito defecto, el de no atreverse nunca. Maldito defecto, el de no hablar jamás. Pero estaba tranquila. Dejó el verano atrás, dejó el local, tomó un taxi y tomó un camino nuevo.
No quiero nada que nos haga mal
Yo creo – yo creo y con eso basta.
Pasaron los meses de otoño y los prójimos se encontraron de nuevo en la misma situación. La misma mesa y el vaso sucio, la misma conversación, la misma pregunta, las mismas respuestas. Todo empezó a parecer cíclico. ¿Qué es esta magia entre los dos? ¿Por qué eres tan tonta, por qué nunca me doy cuenta? No, no podemos hacerlo. No es nuestro ritual. No. Y cada vez que ella dejaba el local, se preguntaba cuándo se repetiría la ceremonia de siempre. Cuándo se resolvería. Él no dejaba que ella lo muriera. Ella no quería morirlo. Pero no intentaban vivirse juntos tampoco. Su relación se volvió completamente diplomática. Mientras más se acercaban, más lejos se encontraron uno del otro. Se miraron, no se miraron. Dejaron de mirarse, la ceremonia de siempre. Se fueron muriendo solos, muy solos.
Creo que aún tal vez piensas en mí
Creo poder captarlo – Creo.
Ella era yo.
Él era él.
Conozco mi ritual.
(Renato Cisneros)
Creo que aún tal vez piensas en mí
Creo poder captarlo...
El disco de Fito Páez giraba en la rockola y las miles de ideas daban vueltas en las cabezas de los prójimos. Eran dos. Se miraban, no se miraban, se miraban deformados a través del sucio vaso. Ella, nerviosa, se sacaba conejos, jugaba con su pelo, frotaba sus manos sudorosas en el jean desteñido. Él, tranquilo, se recostaba en la mesa del local vacío y bebía cerveza. Se miraban, no se miraban. La ceremonia de siempre.
Creo que al fin nada tiene fin
Creo desesperado...
El verano había pasado como cualquier otro. Un poco más frío, quizá. El viejo local vacío había sido el punto de encuentro diario del círculo de los prójimos. En las tardes él tocaba guitarra con sus compañeros, se reían y bebían y respiraban el tabaquísimo aire. En las noches ella los visitaba, y reía y bebía y respiraba con ellos. Se miraban, no se miraban. La ceremonia de siempre. En las mañanas dormían, solos. En las tardes el programa seguía la misma vacía estructura, una y otra vez. Los prójimos no tenían conciencia ni de los días, ni de las horas. Sus días no tenían ni principio ni fin. Eran simplemente momentos.
Creo que morir es una sensación...
“¿No te gustaría morirte un poquito a veces?”, dijo ella, interrumpiendo el silencio ya común entre los dos. Él le preguntó cómo era eso de “morirse un poquito”. Ella le respondió que no se refería a morirse en serio. Se refería a morir una parte de tu vida. A matar una parte de tu vida. Eliminarla, expectorarla por completo. Él pensó mientras se acomodaba la casaca y maldecía ese abril por ser el más frío que recordara. Perdió la mirada por unos segundos.
“No”, respondió. “¿Y a ti?”
“A mi sí”, dijo ella. “A mí me gustaría morirte a ti.”
Creo que te vi
Bailando Beatles en alguna vieja casa del lugar...
No había día en que ella pisara el viejo local y no sintiera ese vacío, esa casi angustia en el estómago al momento de abrir la puerta. Se ponía nerviosa al escuchar las notas de guitarra provenientes del escenario en el segundo piso, se ponía nerviosa al escuchar esa risa feísima pero tan hermosa a la vez. La sonrisa chueca, el pelo largo, el calor del verano. Todo la ponía inquieta. Su mente inmadura se llenaba de cientos de preguntas. ¿Qué fue lo que pasó entre él y yo? ¿Me quiere, no me quiere, fue solo un juego? ¿Por qué nunca me dice nada? ¿Es que lo ha dejado pasar como si hubiera sido cualquier cosa? Su cabecita adolescente se llenaba de dudas que jamás dejaron sus labios. Actuó como si nada hubiese pasado. Actuó como si no lo quisiera. No dijo nada, y lo dejó pasar como cualquier cosa. Bailó Beatles en el viejo local, bebió cerveza y se emborrachó de tanto escuchar los viejos discos de Chicago. Y esperó. Sola. Esperó todo el verano, esperó hasta muy entrado el otoño.
Y si me caí
No importa porque todo esto es de los dos...
“¿Morirme a mí?” dijo él.
Y ella preguntó, al fin. ¿Por qué nunca hablamos de lo que pasó? ¿Por qué no me demuestras nada? ¿Por qué nunca me tocas, por qué tengo que vivir evitándote, evitando mirarte? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Me quieres?
Y él respondió. Porque tú nunca pareces querer hablar. Porque tú tampoco me demuestras nada. Porque tú nunca te acercas, porque eres una tonta. Lo que pasó fue lindo, pero ya pasó. No... ya no.
“Muéreme, chiquita, muéreme,” le dijo él. “Yo no voy a ser quien complete tu vasija. Tienes tantas cosas que aprender... pero no voy a ser yo quien las aprenda contigo, ¿está bien? Esto no es de los dos. Ya ha pasado mucho tiempo, las cosas han cambiado. Quizás yo te enseñé a querer muchísimo, pero eso no significa que...”
“No sigas.” Lo interrumpió. “Ya entendí. Muy tarde para hablar, ¿no?”
El asintió.
Ella se derrumbó. Había dejado pasar un largo verano sin tejer, y en el otoño se dio cuenta que no tenía con qué abrigarse. Maldito defecto, el de no atreverse nunca. Maldito defecto, el de no hablar jamás. Pero estaba tranquila. Dejó el verano atrás, dejó el local, tomó un taxi y tomó un camino nuevo.
No quiero nada que nos haga mal
Yo creo – yo creo y con eso basta.
Pasaron los meses de otoño y los prójimos se encontraron de nuevo en la misma situación. La misma mesa y el vaso sucio, la misma conversación, la misma pregunta, las mismas respuestas. Todo empezó a parecer cíclico. ¿Qué es esta magia entre los dos? ¿Por qué eres tan tonta, por qué nunca me doy cuenta? No, no podemos hacerlo. No es nuestro ritual. No. Y cada vez que ella dejaba el local, se preguntaba cuándo se repetiría la ceremonia de siempre. Cuándo se resolvería. Él no dejaba que ella lo muriera. Ella no quería morirlo. Pero no intentaban vivirse juntos tampoco. Su relación se volvió completamente diplomática. Mientras más se acercaban, más lejos se encontraron uno del otro. Se miraron, no se miraron. Dejaron de mirarse, la ceremonia de siempre. Se fueron muriendo solos, muy solos.
Creo que aún tal vez piensas en mí
Creo poder captarlo – Creo.
Ella era yo.
Él era él.
1 comentario:
Esta es casi, igual o la misma historia por la que estoy pasando con canción incluida. Tal cual! Sólo que aún no nos encaramos, espero que todavía tenga el tiempo a mi favor.
Publicar un comentario