Una de las extrañas cosas que suceden cuando estoy sola (aparte de la repentina adicción a la melancolía) es que, de pronto, me siento más acompañada que nunca. En la soledad me acompañan los amigos, esos que creí perder hacía tiempo pero que se mantuvieron en mi camino sin yo habérselos pedido. Me acompañan los cafés, los marlboro light, las veredas mil veces caminadas, las canciones que pensé debía abandonar.
Me acompaña el trabajo, brutal y agotador. Me acompañan los compañeros, las risas, las anécdotas. Me acompaña el sol y mis maravillosos lentes, me acompaña el tráfico y el smog y la playa y la brisa con olor a salado y a bronceador. Me acompaña el arte y los dípticos, enfrentados y unidos. Me acompañan los reencuentros, las frases ingeniosas, la reencarnación de uno mismo en personajes ficticios y mi maravillosa cama, toda para mí. Me acompaño yo, y me abrazo con fuerza y sin dejarme ir.
Pero sobretodo, me acompañan los sábados de mala, mala música y los domingos por la noche, la visita de los prójimos, las conversaciones sin un hola ni un adiós, las sonrisas cómplices de una soledad mutua y compartida, las sinceridades desprevenidas, raras, pero bonitas. En una soledad así, es imposible no sentirse completa.
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