Ayer (o más acertadamente, hoy), luego de una noche un tanto particular, confesé lo inconfesable: necesito tres almohadas para dormir en la gloria absoluta. Necesito una para la cabeza, una para abrazar, y en ocasiones de engreimiento total, una para poner entre las piernas (y así aplicarle un cariñoso torniquete de cuando en cuando). Son almohadas, o paliativos, para una cabeza cansada, unas manos tímidas y unos pies que necesitan que les recuerden que están pisando tierra. Son paliativos, o security blankets, que son sólo míos y por eso los abrazo con fuerza. Son almohadas que me reciben sin quejarse, saben de mis cansancios y neurosis sin que yo les tenga que contar nada, me despiertan de los malos sueños y me dejan caer sobre ellas por largas horas cuando el sueño es bueno.
Y es que esta es una cama para dos personas donde solo duerme una, pero hay tres almohadas: hay menos pero más, hay mucho más.
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